SÓLO PARA ESTUDIANTES DE 4to. AÑO. ACTIVIDADES 3 y 4. TEMA:HORACIO QUIROGA- CUENTOS
Dicha producción escrita consta de :
1.- portada (encabezamiento del colegio- Área de Formación-datos del estudiante-docente-lugar y fecha)
2.-Inicia la producción haciendo un resumen de la biografía de Horacio Quiroga, donde se destaquen los aspectos más relevantes de su vida. ¿Qué evaluaré de esta primera parte? que el estudiante de verdad realice el resumen es decir, que extraiga de cada párrafo la idea principal o más importante.
3.- Después de hacer la biografía van a leer y comprender cada uno de los cuentos de Quiroga que en esta entrada les comparto. Por separado van a trabajar cada uno: su paráfrasis, el conflicto que se plantea y responder en cada cuento a la siguiente interrogante ¿ Se refleja en este cuento la vida del autor? sí o no ¿Por qué? Argumentar la respuesta. Citas textuales.
Fechas de entrega o envío: desde el 07 al 18-02-2022
NOTA: Pueden realizar esta producción en grupos de 3 integrantes como máximo.
ATENCIÓN: Ahora de una vez , les publico la act 4
Evaluación nro. 4 cómics o historieta
En pareja o individual , van a seleccionar uno de los cuentos acá publicados y van a realizar un cómics o historieta. En una hoja tamaño carta.
Fechas de entrega o envío: desde el 21 al 25-02-2022
Biografía
de Horacio Quiroga
Horacio Silvestre Quiroga
Forteza, conocido como Horacio Quiroga, nace el 31 de diciembre de 1878 en
Salto, Uruguay. Hijo del vicecónsul argentino en Salto y de Pastora Forteza,
fue un escritor y poeta actualmente considerado como uno de los grandes
maestros del relato corto en español.
Desde muy pequeño, su vida
se vio marcada por hechos trágicos como la muerte de su padre, quien cuando
descendía de un bote en presencia de su esposa y de Horacio, que para entonces
tenía tan sólo 2 meses, se disparó accidentalmente con su escopeta, muriendo
ante sus ojos.
Tras esta tragedia, la madre
decide partir junto a sus hijos a Córdoba, donde residen durante cuatro años,
para luego regresar a Salto. En 1891, su madre contrae nuevas nupcias con
Ascencio Barcos, quien fue un buen padrastro para Horacio. Pero, una vez más,
la tragedia sigue a la familia y éste sufre un derrame cerebral que le impide
volver hablar y le conduce a tomar un arma, dispararse con una pistola y darle
fin a su existencia.
Horacio Quiroga siempre se
destacó como deportista y también le apasionaba el mundo de la mecánica y la
construcción; pero a los veintidós años comienza a incursionar en la poesía.
Descubriendo, para su suerte e influencia, la obra de Lugones y Poe. Así, poco
a poco se va introduciendo al mundo literario, colaborando con las
publicaciones de La Revista y La Reforma, mientras estudia y trabaja.
En 1898 durante el carnaval,
conoce a la que sería su primer amor, una niña llamada: María Esther Jurkovski,
la musa que inspirará dos de sus obras: Las sacrificadas y Una estación de
amor. Y pese a que se trataba de un amor mutuo, la relación tuvo que terminar a
causa del rechazo de sus padres hacia Horacio por no ser de origen judío.
Después del rompimiento,
Horacio vuelve a enfocarse en su carrera de escritor, colaborando con el
semanario Gil Blas de Salto y haciendo nuevas amistades con Lugones, a quien
conoce en una escala durante un viaje fluvial, y con el que logra establecer
una amistad que perduraría hasta el final de sus días. En 1899 decide fundar en su pueblo natal la
Revista de Salto, pero ésta es un fracaso. En busca de un nuevo rumbo, Horacio
decide partir a París en 1900 con la herencia de su padre. Viaje que emprende
con gran entusiasmo, yendo en primera clase y vestido de frac, y conoce allí a
Rubén Darío. Pero trascurren sólo cuatro meses y Horacio retorna a su tierra,
un viaje que realiza en condiciones muy diferentes a las que había partido: en
tercera clase, hambriento y con el rostro cubierto de una espesa barba negra
que, a partir de allí, no lo abandonaría más. Los recuerdos de tal experiencia
están en: Diario de viaje a París.
De vuelta en Uruguay, funda
el Consistorio del Gay Saber, una especie de laboratorio literario experimental
de carácter modernista que tiene una corta existencia pero que llega a presidir
la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y
Reissig. Así, su primer libro de poesía, Los arrecifes de coral, sale a la luz
en 1901, mismo año en que Prudencio y Pastora, dos de sus hermanos, mueren a
causa de la fiebre tifoidea, en el Chaco, Argentina. Y a esta desgracia le
sucede el trágico accidente durante el cual Federico Ferrando, amigo de
Horacio, iba a batirse en duelo, y mientras éste le ayudaba a limpiar el arma,
por error, se le dispara entre sus manos. Lo que conduce a que Horacio sea
detenido y finalmente puesto en libertad, tras comprobar que se trató de un
homicidio accidental.
La desolación por este
suceso lo lleva a abandonar Uruguay. Así, parte a Argentina a vivir con otra de
sus hermanas. Su cuñado lo introduce al mundo de la pedagogía. De manera que,
en marzo de 1903, es designado profesor de castellano en el Colegio Británico
de Buenos Aires. A mediados de 1903, Horacio se une como fotógrafo a Leopoldo
Lugones en una expedición a Misiones. Tal experiencia marca de manera absoluta
la vida de Horacio, quien después decide invertir lo que le quedaba de su
herencia paterna en la compra de unos campos algodoneros en el Chaco. Proyecto
que también termina en fracaso. Sin embargo, el hecho provoca un cambio radical
en su obra y en su vida, ya que, a partir de ese momento, se dedica a cultivar
la narración breve y a trabajar en la búsqueda de su estilo propio.
En 1904, Horacio Quiroga
publica El crimen de otro, en el que se percibe una fuerte influencia del
estilo de Poe. Sus primeros cuentos son publicados en la revista argentina
Caras y Caretas. Un año después, decide volver a la selva, comprando una chacra
sobre la orilla del Alto Paraná y trasladándose a ella en 1908. Posteriormente,
se enamora de una de sus alumnas y consigue convencer a sus padres no sólo de
que le concedan la mano, sino de que se fueran a vivir a la selva junto con
ellos. Luego nace su hija Eglé Quiroga, en 1911, tiempo en que el escritor
comienza la explotación de sus yerbatales y es también nombrado Juez de Paz.
Al año siguiente nace su
hijo menor, Darío. Horacio, se ocupa personalmente de la educación de sus
hijos, la cual era un tanto especial porque debían adaptarse a las necesidades
de la vida en la selva, de modo que cuando crecieran pudieran ser autónomos.
Pero poco tiempo después, su
esposa, Ana María Cirés, cae en una profunda depresión que provoca que tome un
veneno que le hace agonizar durante ocho días y le conduce finalmente a la
muerte. Tras su suicidio, Quiroga parte a Buenos Aires junto con sus hijos y
allí recibe el cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo.
Se publica entonces en 1918
uno de sus libros más famosos: Cuentos de la selva. Dos años más tarde, se
publica también su única obra teatral: Las Sacrificadas. Para entonces, los
relatos de Horacio Quiroga comienzan a gozar de una gran popularidad, haciendo
que diarios argentinos los publiquen.
Entonces el escritor se dedica también a la crítica cinematográfica,
teniendo a su cargo la sección correspondiente en tres revistas.
Luego, regresa por un tiempo
a Misiones, donde construye una barca y con ella retorna a Buenos Aires. En 1927 publica Los desterrados, y se enamora
de una joven llamada María Elena Bravo, una compañera de escuela de su hija,
con la que se casa ese mismo año. A partir de 1932, se radica definitivamente
en Misiones junto a su segunda esposa y su nueva hija. Pierde el consulado,
pero sus amigos consiguen tramitarle la jubilación argentina. Entonces empieza
a sufrir una prostatitis, y su mujer decide abandonarlo, llevándose a su hija.
Poco tiempo después, el 19
de febrero de 1937, Horacio regresa a Buenos Aires para ser internado en el
hospital, descubriendo que sus molestias eran en realidad producto del cáncer
de estómago que padecía. Así, ante tal diagnóstico, ese mismo día Horacio toma
un vaso de cianuro entre sus manos, lo bebe y unos pocos minutos después, éste
le conduce a la muerte.
Quiroga
y sus cuentos
1.-El
almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo
escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero
estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a
la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se
habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin
duda hubiera ella deseado
menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura;
pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían
influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso —frisos,
columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal
impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor,
Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo
sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la
casa hostil, sin querer
pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara.
Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días;
Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir
al jardín apoyada en el
brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura,
le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en
seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su
espanto callado, redoblando
el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los
sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que
Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de
Jordán la examinó con suma atención, ordenándole
calma y descanso absolutos.
2.-El
hijo
Es un poderoso día de verano
en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que
puede deparar la estación.
La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el
calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice
a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su
hijo comprende perfectamente.
—Si , papá —responde la
criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos
los bolsillos de su camisa,
que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de
almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la
mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato
con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su
pequeño.
Sabe que su hijo es educado
desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede
manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no
tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por
la pureza de sus ojos
azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre
levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra
de espartillo.
Para cazar en el monte —caza
de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después
de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el
bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que
su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una
sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a
veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su
rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la
meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y
pólvora blanca él fue lo mismo.
A los trece años hubiera dado la vida por
poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre
sonríe... No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni
esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su
corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía
cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de
sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar
fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura
calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre
para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza
amengua si desde pequeño se
acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el
padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir
no sólo a su corazón, sino a
sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago
y vista débiles, sufre desde
hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en
dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no
debía surgir más de la nada
en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha
escapado a este tormento. Lo
ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el
chico percutía en la morsa
del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que
hacía era limar la hebilla
de su cinturón de caza.
Horrible caso .. Pero hoy,
con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo
parece haber heredado, el
padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy
lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa
el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de
menos en el monte...
Sin prestar más atención al
nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en
su tarea.
El sol, ya muy alto,
continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras,
tierra, árboles—, el aire
enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un
profundo zumbido que llena
el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista
alcanza, concentra a esa
hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a
su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de
vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el
otro —el padre de sienes
plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan
jamás. Cuando su hijo
responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería
antes de las doce, y el
padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su
quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea.
¿Es tan fácil, tan fácil
perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un
rato en el suelo mientras se
descansa inmóvil..?
El tiempo ha pasado; son las
doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la
mano en el banco de mecánica
sube del fondo de su memoria el estallido de una
bala de parabellum, e
instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas,
piensa que tras el estampido
de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído
rodar el pedregullo bajo un
paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se
halla detenida a la vera del
bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un
carácter templado y una ciega confianza en la educación
de un hijo para ahuyentar el
espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma
ve alzarse desde la línea
del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno
de estos nimios motivos que
pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en
aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha
sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido,
no ha visto un pájaro, no ha
cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al
cruzar un alambrado, una
gran desgracia...
La cabeza al aire y sin
machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el
monte, costea la línea de
cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue
detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de
caza conocidas y ha explorado
el bañado en vano, adquiere la seguridad de que
cada paso que da en adelante
lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su
hijo.
Ni un reproche que hacerse,
es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y
consumada: ha muerto su hijo
al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte!
¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio ! Por poco
que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la
escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha
visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y
vuelve a otro lado, y a otro
y a otro...
Nada se ganaría con ver el
color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún
no ha llamado a su hijo.
Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa
muda. Sabe bien que el solo
acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta,
será la confesión de su
muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de
pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es
capaz de llorar, tapémonos
de misericordia los oídos ante la angustia que clama en
aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido.
Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años,
va el padre buscando a su
hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito
mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo
de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y
paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo
rodando con la frente
abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón
sombrío del bosque ve
centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta
descargada al lado, ve a
su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten
entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla
tienen también un límite. Y
el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve
bruscamente desembocar de un
pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años
bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su
padre sin machete dentro del
monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el
hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena
albeante, rodeando con los
brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida,
queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le
acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado.
Ya van a ser las tres..
Juntos ahora, padre e hijo
emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el
sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero
cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar,
chiquito!
—Piapiá... —murmura también
el chico.
Después de un largo
silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste?
—pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de
todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta
por el abra de espartillo,
el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos
hombros, casi del alto de
los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa
empapado de sudor, y aunque
quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada
felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su
brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un
poste y con las piernas en
alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado
yace al sol, muerto desde
las diez de la mañana.
3.-La
gallina degollada
Todo el día, sentados en el
patio en un banco, estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios,
los ojos estúpidos y volvían
la cabeza con la boca abierta. El patio era de
tierra, cerrado al oeste por
un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo
a él, a cinco metros, y allí
se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se
ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora
llamaba su atención al principio, poco a poco
sus ojos se animaban; se reían
al fin estrepitosamente, congestionados por
la misma hilaridad ansiosa,
mirando el sol con alegría bestial, como si fuera
comida. Otras veces,
alineados en el banco, zumbaban horas enteras,
imitando al tranvía
eléctrico.
Los
ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la
lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en
un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco,
con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido
se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos cuatro
idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.
A los tres meses de casados, Mazzini y Berta
orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un
porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa
honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo
amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles
de renovación? Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los
catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad.
La criatura creció bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el
vigésimo mes sacudiéronlo
una noche convulsiones terribles, y a la mañana
siguiente no conocía más a
sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que
está visiblemente buscando las causas del mal en
las enfermedades de los
padres. Después de algunos días los miembros
paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el
instinto, se habían ido del
todo; había quedado profundamente idiota,
baboso, colgante, muerto
para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido!
—sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina
de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó
al médico afuera.
—A usted se le puede decir;
creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le
permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía
Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es
herencia, que?...
—En cuanto a la herencia
paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su
hijo. Respecto a la madre,
hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo
nada más, pero hay un soplo
un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de
remordimiento, Mazzini redobló el amor a su
hijo, el pequeño idiota que
pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo
que consolar, sostener sin
tregua a Berta, herida en lo más profundo por
aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como es natural, el
matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud
y limpidez de risa reencendieron el porvenir
extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente
amanecía idiota. Esta vez los padres cayeron en
honda desesperación. ¡Luego
su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su
amor, sobre todo! Veintiocho
años él, veintidós ella, y toda su apasionada
ternura no alcanzaba a crear
un átomo de vida normal. Ya no pedían más
belleza e inteligencia como
en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como
todos!
Del nuevo desastre brotaron
nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez
para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores. Mas, por encima de
su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y
Berta gran compasión por sus
cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de
la más honda animalidad, no
ya sus almas, sino el instinto mismo abolido.
No sabían deglutir, cambiar
de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a
caminar, pero chocaban
contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos.
Cuando los lavaban mugían
hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o
cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes
de frenesí bestial.
Tenían, en cambio, cierta
facultad imitativa; pero no se
pudo obtener nada más. Con
los mellizos pareció haber concluido la
aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo
ardientemente otro hijo,
confiando en que el largo tiempo transcurrido
hubiera aplacado a la
fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese
ardiente anhelo que se
exasperaba, en razón de su infructuosidad, se
agriaron. Hasta ese momento
cada cual había tomado sobre sí la parte que
le correspondía en la
miseria de sus hijos; pero la desesperanza de
redención ante las cuatro
bestias que habían nacido de ellos, echó afuera
esa imperiosa necesidad de
culpar a los otros, que es patrimonio específico
de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de
pronombre: tus hijos. Y como a más del
insulto había la insidia, la
atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche
Mazzini, que acababa de entrar y se
lavaba las manos—que podrías
tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como
si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso
al rato— que te veo inquietarte por el estado
de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la
cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me
parece?
—Bueno; de nuestros hijos.
¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó
claramente:
—¿Creo que no vas a decir
que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta,
muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!...
¡No faltaba más!...
—murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la
culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que
te quería decir.
Su marido la miró un
momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló,
secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si
quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y
le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas
se unían con doble arrebato y locura por otro
hijo. Nació así una niña.
Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su
complacencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y
la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos
Berta cuidaba siempre de sus
hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo
de los otros. Su solo
recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la
hubieran obligado a cometer.
A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo.
No por eso la paz había
llegado a sus almas. La menor indisposición de su
hija echaba ahora afuera,
con el terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían
acumulado hiel sobrado tiempo para que el
vaso no quedara distendido,
y al menor contacto el veneno se vertía afuera.
Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si
hay algo a que el hombre se
siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando
ya se comenzó, a humillar
del todo a una persona. Antes se contenían por la
mutua falta de éxito; ahora
que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo
a sí mismo, sentía mayor la
infamia de los cuatro engendros que el otro
habíale forzado a crear. Con
estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro
hijos mayores afecto
posible.
La sirvienta los vestía, les daba de comer,
los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo
el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo
Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a
los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y
fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna
llaga.
Hacía tres horas que no
hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes
caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .
—Bueno, es que me olvido;
¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera
creído tanto a tí. . . ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no
sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un
padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los
dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he
tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre
no ha muerto de delirio! ¡Yo
hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo
que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién
tiene la mayor culpa de la meningitis de tus
hijos: mi padre o tu pulmón
picado, víbora!
Continuaron cada vez con
mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus
bocas. A la una de la mañana la ligera
indigestión había desaparecido,
y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto
más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día,
y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche
pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini
la retuvo abrazada largo
rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir
una palabra.
A las diez decidieron salir,
después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la
sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había
arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de
conservar frescura a la
carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volvióse, y vio a los cuatro
idiotas, con los hombros pegados uno a otro,
mirando estupefactos la
operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están
aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que
jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de
pleno perdón, olvido y
felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor
a su marido e hija, más
irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María!
¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias,
sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a
su banco.
Después de almorzar,
salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las
quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta
quiso saludar un momento a
sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse
enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se
habían movido en todo el día de su banco. El
sol había traspuesto ya el
cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban
mirando los ladrillos, más
inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso
entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida
al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía
duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió
entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar
vertical el mueble, con lo
cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada
indiferente, vieron cómo su
hermana lograba pacientemente dominar el
equilibrio , y cómo en
puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del
cerco, entre sus manos
tirantes.
Viéronla
mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada
de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de
gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron
hacia el cerco.
La pequeña, que habiendo
logrado calzar el pie, iba ya a montar a
horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente, sintióse cogida de la
pierna. Debajo de ella, los
ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó
sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá,
papá! —lloró imperiosamente. Trató aún
de sujetarse del borde, pero
sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo
gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles
como si fueran plumas, y los otros la
arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había
desangrado a la gallina,
bien sujeta, arrancándole la vida segundo por
segundo.
Mazzini, en la casa de
enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le
dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos,
pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y
mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini
avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz,
ya alterada.
Y el silencio fue tan
fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de
horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió
ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar
frente a la cocina vio en el
piso un mar de sangre. Empujó violentamente la
puerta entornada, y lanzó un
grito de horror.
Berta, que ya se había
lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en
la cocina, Mazzini, lívido
como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso
inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a
lo largo de él con un ronco suspiro.
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